Segunda jornada del IX Festival Internacional de Poesía, este viernes en La Térmica. VFS. |
Tez blanca, cabellos de oro y un halo de fuerza extraordinario. Camina hasta la tarima envuelta en un tejido con vuelo negro salpicado por flores. Isabel Pérez Montalbán parece flotar. La cordobesa alza la voz y arrebata el silencio de la noche. Aún con medio rostro tapado, revela las huellas que le ha dejado la vida. Dicen que los ojos son el espejo del alma, pero la vikinga de la Calle Torremolinos demuestra que lo es la poesía.
Las miradas presentes en cuarenta sillas grises, y también desde los márgenes, están clavadas en su figura. Pérez Montalbán hojea su obra más reciente. Se detiene en una página. "Interpreta mi piel paleográfica y el manso resplandor de virgen fluorescente, que acataba las reglas del peligro en la noche", recita. Y el público enmudece. El poema Doméstica Violencia rasga las almas y acuchilla la serenidad. Y el público palidece.
Denuncias, denuncias y más denuncias. Sus palabras están enfundadas en evocación y sugerencia. Critican al machismo, al sistema capitalista y a la violencia. Tras la lectura de algunas poesías, en séptima fila una tímida joven aplaude en silencio. Los demás permanecen inmóviles por un instante. El poemario de Isabel Pérez es una bala disparada contra el pecho.
—¿Cuánto
tiempo llevo? Es que no tengo reloj—
pregunta,
pero nadie contesta. No hay prisa. La vikinga entona un par de poemas más. Al
fin, llegan los aplausos y su sonrisa traspasa la mascarilla. Se despide. Por
donde vino, se va.
Una joven prometedora releva a la ilustre poeta.
No trae su libro (aún no tiene), sino su bloc de notas. 22 años, pelo negro
azabache y ojos rasgados. Paloma Chen es un terremoto. Hace temblar el estrado. "Nací
en España ya desarraigada, sin identidad reconocida”, vocea. “¿Es mi cuerpo
territorio neutral cuando sufro una disociación entre mi nombre, mi rostro y mi
recién estrenada nacionalidad?”, casi grita.
Alicanchina y periodista.
Domina las palabras para que las palabras no la dominen. Tiene ritmo, frescura
y unos versos afilados como cuchillas: “Ayer miraron a los forasteros con
temor, hoy nos miran como ese otro territorio
inexplorado”. Sus poemas son muy suyos. Autobiográficos. Los recita en un
perfecto castellano. Sus labios vibran con las erres y se entiende cada sílaba.
Pero para ella su voz ya no tiene color ni historia. Nadie sabe ya de dónde viene
o adónde va. ¿Lo sabe ella misma?
No quiere ser “la china
que vende cerveza, el chino del pueblo, la china de El Hormiguero, el chino de
Física o Química, la china del chino”. No. Su sueño es que no la separen de su
padre y de su madre en una fila para extranjeros y otra para europeos.
Por eso escribe, y declama, y reivindica. Una de sus prosas reza: “Y así,
hablo. Con lenguaje fracturado, con palabras partidas que hieren, pequeñas
llagas, lengua que supura. Así hablo, con lenguaje averiado. Y a Pessoa quizá
le gustaría, y a mis padres también les gusta, aunque no entiendan”.
El sonido de los aplausos invade la sala y su eco se sostiene en el aire. Al poco tiempo, un corrillo se forma alrededor de Chen. Cuatro chicas sonríen. “No podíamos dejar de prestar atención. Enganchaba. Eres muy expresiva”, dicen. A ellas también les gusta. Pero, además, lo entienden.