EL VIEJO GORRO DE SEDA

25 de diciembre de 2021

                                                                                                                                                                                                                  Navidad. VFS.

Mis grandes manos arrugadas alcanzan una caja escondida en lo más alto de la estantería. El polvo acumulado tras una vuelta al sol la ha dejado amarilla. De un tono sepia como los recuerdos que alberga. La abro. Cotillones verdes y rojos metálico; muérdagos; renos, muñecos de nieve y regalos en miniatura. Tantos colores me ofuscan la vista. En el fondo, un viejo gorro de seda. No de lana. Su suave roce me devuelve a 2025. 

24 de diciembre. El termómetro se teñía de un rojo cada vez más intenso, pero a nadie parecía importarle. Estaban acostumbrados a unas navidades a 30 grados. Lo único frío que había eran los cubos de hielo que flotaban en las bebidas. Alrededor de las once, la gran mesa del comedor se empezó a llenar: arroz con pasas, harina de yuca mezclada con cosas (me dijeron que se llamaba farofa), frutas tropicales, pavo y hasta torrijas. 

Mi esposa, que por aquel entonces era mi novia, me había arrastrado hasta Brasil para pasar Nochebuena con su familia. Me sentía un poco desconcertado. Ni siquiera sabía portugués. Así que tuve que emplear el lenguaje universal para comunicarme: la mímica. También tenía mucha hambre, pero había que esperar hasta medianoche para disfrutar de la cena. Era la tradición. Mientras, los aperitivos volaban. El tintineo de las copas de vino se entremezclaba con las canciones navideñas. Y Jingle Bells sonaba diferente. 

Todavía no había ni rastro de los regalos. Papail Noel es quien se tenía que encargar de traerlos. Los adultos trataban de tranquilizar a los más pequeños. “Está tardando porque tiene que ponerse su traje de seda para no pasar calor”, recitaban la leyenda. Me parecía gracioso, hasta que me dijeron que me tocaba disfrazarme. Creo que fui el Santa Claus más delgado de la historia. A los niños y a las niñas no les importó. Correteaban por el salón ilusionados, querían sentarse en mi regazo y pedían una foto para inmortalizar el momento. 

Al final, ni siquiera quería despedirme del traje de seda. Me guardé el gorro como souvenir y las agujas del reloj se posaron sobre las doce. Casi me pillaron in fraganti. Volví a ser yo justo a tiempo de ver el baile de colores que tenía lugar en el cielo. Los fuegos artificiales avisaban de que ya era hora de sentarse a la mesa. Miré alrededor. Los chistes malos, las discusiones sobre política y la tía que siempre pregunta si tienes pareja también estaban presentes en aquel lado del océano. Me sentía como en casa. Y fue entonces cuando, para mí, la palabra tradición cobró un nuevo significado. 

–¡Has encontrado la caja! –, pronuncia mi esposa con su acento brasileño. Su voz pausada denota el paso del tiempo y me trae de vuelta a España. A años de distancia de aquella Nochebuena. 

–Sí, cariño –, contesto mientras la observo. Sus profundos ojos marrones están ansiosos, como cada 30 de noviembre. El día en el que todos nuestros nietos vienen a decorar la casa y a tomarse una buena taza de chocolate caliente. 

Quito el polvo del viejo gorro de seda. Brasil quedó lejos. Tan lejos como aquellas navidades que todavía recuerdo como una de las más felices de mi vida. Pero el pequeño trapo rojo y blanco me sigue acompañando en estas fechas. Cada vez más desteñido y lleno de recuerdos.

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