Su perfume embriaga, hace delirar. Lo supe desde el primer momento que lo sentí. Se fue adentrando por mis pulmones, poco a poco, hasta hacerme perder la razón. Evitar caer bajo su encanto es algo difícil. Yo diría, más bien, imposible. Por lo menos yo todavía no he encontrado un antídoto contra él; ni quiero. Su olor ejerce en mí el mismo efecto que el imán sobre el metal; me atrae hasta tenerme cerca. Lo podría distinguir en cualquier parte, incluso si pusiesen delante de mí mil camisetas con mil perfumes diferentes, yo sabría decir cuál es la suya. No me chafaría ni si quiera mi odiosa alergia, pues percibirlo ya se ha convertido en algo automático. Su esencia ha dominado completamente mis sentidos, su olor ya está impregnado en mi piel. Y no hablo de la fragancia a vainilla del gel de ducha que él usa ni tampoco de aquel perfume que le regalé y que tanto le gusta echarse. No hablo de ninguno de esos olores fabricados sino del dulce aroma de su propia piel, que va desprendiéndose de cada centímetro de su cuerpo hasta tomar cuenta de todo el aire que le rodea. Quizás esta sea su magia; tan seductora, atractiva y misteriosa. Atrapa, engancha, provoca adicción. Es la más letal de las drogas, mi droga particular.
